Qué hubiera ocurrido si el impacto de Chicxulub —el asteroide que extinguió a los dinosaurios hace 66 millones de años— nunca hubiese ocurrido.
Hace sesenta y seis millones de años, el cielo no se rompió. Ningún cuerpo ardiente atravesó la atmósfera. Los mares siguieron tibios, y los bosques del Cretácico respiraban el mismo aire espeso, cargado de vida.
En esa línea de tiempo posible, los dinosaurios no tuvieron su última mañana.
El mundo que pudo ser
La Tierra de entonces era un planeta de selvas que rozaban los polos, con mares poco profundos y cielos saturados de humedad. Los grandes saurios reinaban con calma de eternidad: titanes herbívoros que hacían temblar la tierra, depredadores con cerebro pequeño y sentidos agudos.
Mientras tanto, en la penumbra, bajo raíces y hojarasca, pequeños mamíferos del tamaño de una comadreja rumiaban insectos. No soñaban con dominar el mundo: apenas sobrevivían.
Sin el impacto de Chicxulub, ese equilibrio habría persistido. Los continentes seguían desplazándose lentamente, pero no había presión suficiente para romper la hegemonía reptiliana. Los dinosaurios habían alcanzado una eficacia evolutiva que los hacía casi invencibles: metabolismo activo, variaciones ecológicas infinitas, estrategias de caza y defensa refinadas por millones de años.
El tiempo seguía del lado de ellos.
Los mamíferos que no fueron
El impacto que nunca ocurrió les habría negado su oportunidad. Sin aquel invierno global que borró a los gigantes, los mamíferos tal vez habrían quedado relegados a lo mínimo: criaturas nocturnas, sin espacio para crecer.
No habríamos tenido ballenas ni elefantes, mucho menos humanos.
La inteligencia compleja, tan orgullosa de sí misma, quizá hubiera germinado en otro linaje: un ave con cerebro cada vez más grande, o un pequeño dinosaurio bípedo con mirada calculadora.
El planeta habría seguido consciente de sí mismo, pero con otra mente.
El azar como arquitecto
En el mundo real, el azar no fue manso. Un asteroide de unos diez kilómetros cruzó la atmósfera a más de veinte kilómetros por segundo y liberó la energía de millones de bombas nucleares.
El cielo se oscureció. La fotosíntesis se detuvo. El reino de los reptiles colapsó.
Y en ese silencio radiactivo, los mamíferos comenzaron su lenta conquista.
Cada paso hacia la inteligencia humana —las manos, el lenguaje, la memoria— fue un eco lejano de aquel impacto.
El precio de estar aquí
Si aquel cometa no hubiera llegado, la historia de la vida seguiría otra melodía. No seríamos nosotros quienes la contaríamos.
Esa fragilidad —la de existir por un accidente cósmico— no debería inquietar, sino humillar un poco.
Porque la vida no depende solo de su fuerza, sino también de su suerte.
Y, a veces, el fin de un mundo es apenas el principio de otro.